Procusto vive

Procusto, hijo de Poseidón, el dios de los mares, poseía una posada cerca de Eulesis. Se hizo famoso por su siniestro placer de matar a quienes llegaban a su posada en busca de alojamiento, sometiéndoles a un cruel tormento: obligaba a sus huéspedes a acostarse en una cama de hierro y al que no alcanzaba, porque su estatura era mayor que el lecho, le cortaba con un hacha la parte de las extremidades inferiores que sobraban; y si la desdichada persona era más pequeña que la cama, entonces Procusto le estiraba las piernas hasta hacerlo caber en el fatídico lecho.

Aunque la leyenda quedó en la tradición popular y en la literatura universal como una expresión que se usa para referirse a una situación penosa en la que alguien es víctima de la violencia y sometido a un tormento particularmente cruel; también se usa el término “lecho de Procusto” para referirse a quienes pretenden acomodar la amplia y rica realidad, a la estrechez de sus intereses particulares y personales. O en términos generales cuando alguien sacrifica a la gente para imponer sus intereses y ambiciones particulares, en contra de las exigencias de la realidad (entonces se dice que a esa gente la han acostado en el lecho de Procusto).

Ahora bien, este cruel uniformador social que reducía a cualquiera que se animase a tener una altura diferente de sus dimensiones preferidas y exactas, también podemos asociarlo con los actuales mutiladores de ideas y discursos que no dan cabal cumplimiento de un modelo. Procusto, constituye el paradigma perfecto de la tiranía ética e intelectual ejercida por personas que no toleran percepciones ni juicios que no sean exactamente como las de sus propios criterios.

Procusto vive. Está presente en los abusos del poder y en las conductas invasoras e impertinentes que buscan la uniformidad de pensamiento. Una minoría intelectual cuasi “sacerdotal” custodia la definición y esencias de un ídolo ideológico. Cualquier opción personal que no comulgue con el arquetipo supone una agresión potencial contra las determinaciones convencionales del ídolo ideológico. Cualquier rasgo de singularidad se convierte en la expresión de una imperfección o deficiencia que debe ser suprimida.

Se busca dominar el arquetipo porque quien domine el arquetipo tendrá el poder de decretar qué es lo bueno y qué es lo malo, lo que se ajuste o no al modelo. A continuación los custodios intelectuales asignan totémicamente al ídolo ideológico una “dignidad” (la dignidad no es la dignidad de las personas concretas); Apelan a una malentendida “(in)dignidad” para encasillar lo que encaja o no en su modelo.

Por último, buscan chivos emisarios, diablos generados desde dentro, humanos-no humanos, a los que cuelgan el blasón de ser los autores de la infelicidad en la historia, de modo que los agentes del progreso puedan estilizarse como exclusivos portadores de la felicidad, o sea, como salvadores (Odo Marquard). Para cada arquetipo existen unos o varios descalificativos que se usan con frivolidad para descalificar al que opina distinto o cuestiona el ídolo (ej. homófono, racista, machista, fascista, retrógrado…)

No hay comentarios:

Publicar un comentario