
Este humanismo liberal se levanta sobre la fe en una exagerada «bondad natural» del hombre, de un optimismo antropológico verdaderamente utópico. Con la autarquía del hombre está ligada la concepción de la libertad que, como «mónada» replegada en sí misma (según expresión de Marx), es puesta al servicio de intereses egoístas. La libertad personal y los derechos del individuo, a cuya protección y garantía se reduce la misión del Estado (el «Estado gendarme»), se convierten en la libertad económica del laissez-faire, laissez-passer, en el mercado de la libre concurrencia, contra la que el Estado se mostrará impotente, en el que la fuerza, el trabajo, la vida misma del obrero entraría en el tráfico como cualquier mercancía. Es la tragedia provocada por quienes, concretando la libertad individual en ciertas leyes y categorías de la economía y en la cantidad de producción esconocerán y conculcarán, de hecho, la libertad de los demás, que teóricamente habían prometido respetar. Esto, unido a su defecto esencial consistente en «la absolutización de todos sus principios», condujo a la concepción parcializada del humanismo liberal, a una justa doble reacción que no podía menos de producirse y que, aun teniendo grandes y esenciales puntos de divergencia, convergían en la denuncia y crítica de las injusticias del liberalismo y del capitalismo por lo que en ellos había de inhumano y frustrado humanismo: el marxismo y la doctrina social católica (recogida entonces en la encíclica Rerum novarum) tuvieron el innegable mérito de haber descubierto los errores del individualismo liberal.
Emilio Serrano Villafañe en Cristianismo y Marxismo
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